lunes, 18 de febrero de 2008

La Boda de Tuya

LLegó al Festival de Berlín con su sincera naturalidad y logrado naturalismo y se llevó, además de los corazones del jurado, el Oso de Oro de la 57 edición de este festival.





No posee un guión complicado de historia enrevesada, sino todo lo contrario. Esta película china nos cuenta las vicisitudes de Tuya, una mujer joven que cuida de sus hijos, de su marido inválido y del ganado en una región de Mongolia. Ella es fuerte y está curtida en el duro trabajo físico, pero su cuerpo se resiente. Si no desea morir (y con ella su familia) debe divorciarse de su marido (al que ama) y encontrar un nuevo marido que pueda hacerse cargo de la familia.

Wang Quan'an tampoco utiliza una realización artificiosa para contar la historia, sino que recurre al lema de cuanto menos complejo mejor. Abundan los planos largos, la cámara en mano para hacer sentir al espectador mayor verismo, y las composiciones equilibradas.





Posee una estética minimalista, pero fuerte en colores y elementos llamativos propios de la cultura donde trascurre la historia, que resultan visualmente impactantes para el espectador occidental.





Todo esto es el envoltorio en el que se nos presenta esta pequeña obra maestra. Lo realmente admirable de esta historia son el gran verismo de las interpretaciones y el hecho de que es una de esas películas que te llegan directas al corazón y son un soplo de aire fresco en la cartelera, saturada de films tópicos y aburridos. Ya podrían aprender ciertos guionistas y realizadores de esta película y del lema, menos es más. Hollywood debería darse cuenta que lo importante no son los grandes artificios, ni los fuegos artificiales más luminosos. Lo importante es tener una historia que contar y contarla con el corazón. Y eso es lo que logra admirablemente bien Wang Quan'an. Una conmovedora historia que nos permite colarnos en las vivencias de otras realidades coetaneas a las nuestras y nos regala una pequeña píldora de sabiduría: no siempre lo que parece que te va a hacer feliz es lo que te hará feliz.

Cuatro meses, tres semanas, dos días

Regreso al cine

Antonio Muñoz Molina 09/02/2008


Uno no suele darse cuenta del modo gradual en que va perdiendo una costumbre antigua y muy querida. En cuanto dura un poco una costumbre ya nos parece que la hemos tenido desde siempre y no sabemos imaginar la vida sin ella. Desayunar en cierto café, cruzar unas calles y no otras camino de un trabajo; ir al cine, escribir cartas. Escribir y esperar cartas era una costumbre que parecía de siempre y para siempre, y que de pronto se extinguió. Personas más jóvenes no llegaron a adquirirla: no conocen la ilusión y el miedo de abrir el buzón, palpar un sobre, rasgarlo, buscando palabras deseadas o temidas; no han llegado a experimentar el ritual elaborado de la escritura, la hoja que se dobla y se guarda en el sobre, la punta de la lengua que humedecía el filo adhesivo, el momento de acercarse al buzón y vivir un trance de temeridad o de duda, incluso de arrepentimiento.


Empecé a ver 'Cuatro meses, tres semanas, dos días' y recobré de pronto la experiencia íntegra y casi perdida del cine: el estremecimiento de lo nuevo era más poderoso porque me regresaba a una emoción muy antigua

"Nunca vamos a hablar de esta noche", dice una de las dos amigas. Cada uno de los detalles que vemos pertenece a la memoria de alguien que sigue sin olvidar veinte años después y que se nos ha contagiado gracias al arte del cine

Hay que tener cuidado con la nostalgia de las tecnologías obsoletas, aunque sólo sea por las cantidades de mala literatura que suelen segregarse en su nombre. Hay una emoción estética en la instantaneidad del correo electrónico, de un orden tal vez no inferior al de una carta escrita a mano con una caligrafía en la que ya está impreso el misterio de la identidad humana; mis dedos experimentan una felicidad táctil no menos delicada cuando pulsan las teclas blancas del ordenador portátil que cuando sostienen una pluma; para saber la longitud exacta de lo que estoy escribiendo ahora mismo y corregirlo sobre la marcha y enviarlo a tiempo me es mucho más útil y gustoso tener delante una página virtual que el célebre folio en blanco frente al que me quedaba paralizado hace veintitantos años, cuando escribía a máquina por primera vez para un periódico. Había visto cómo actuaban los escritores en las películas y los imitaba: el cigarrillo humeante en el cenicero, la hoja arrancada del carro de la máquina, etcétera.

Sin rastro ya de humo ni de papel, sin el sonido mecánico de las teclas, el acto de escribir se mantiene idéntico. Sólo las costumbres laterales se han desvanecido. Recuerdo la extrañeza de la primera vez que me vi escribiendo un libro sin que se fueran apilando a un lado de la mesa las páginas ya terminadas. Me desconcertaba mucho, casi más que el manejo tan difícil del ordenador: no tenía la sensación confortadora de ir avanzando, la que me daba hasta entonces el grosor creciente de la pila de folios. El procesador de textos me proporcionaba informaciones de una precisión inútil: saber el número de páginas y de palabras que llevaba escritas no significaba gran cosa. La seguridad instintiva me la daba ese montón tan escaso al principio, crecido mediante la adición casi invisible de una nueva hoja, como un lentísimo reloj de arena cuyo recipiente inferior poco a poco se iba llenando.

Hace unos días tuve nostalgia de otra afición asidua que sin darme mucha cuenta he ido perdiendo a lo largo de los últimos años: la de ir al cine. No la de ver una película, sino específicamente la de verla en una sala de cine; no una película antigua, garantizada por el paso del tiempo, por las reverencias siempre un poco arqueológicas de la cinefilia: una película de ahora mismo, como las que veía con regularidad cuando el cine aún no se me había convertido en un arte casi tan del pasado como la música, cuando entraba en la sala dispuesto a que me sucediera en ella una revelación que no podría encontrar en ninguna otra parte. Tan sólo en ese espacio de soledad y comunión con desconocidos, detrás de la puerta pesada y de la cortina de un tejido denso, en la oscuridad iluminada por la pantalla.

Empecé a ver Cuatro meses, tres semanas, dos días y recobré de pronto la experiencia íntegra y casi perdida del cine: el estremecimiento de lo nuevo era más poderoso porque me regresaba a una emoción muy antigua. Estaba en Madrid una noche de invierno pero también en una ciudad innominada de Rumania hace veinte años, donde una muchacha ayuda a otra a pasar el trance de un aborto clandestino. La conciencia de tantas sombras cercanas que miraban en silencio lo mismo que yo ahondaba mi percepción de esas dos vidas jóvenes zarandeadas por el infortunio y el miedo, salvadas por una fraternidad que está hecha de inocencia y coraje, de una rara aleación femenina de fragilidad y fortaleza. Atravesaba con ellas la noche sórdida de una tiranía, y no hacía falta que se vieran uniformes o se escucharan declaraciones políticas para sentir en la nuca el frío de una vigilancia despótica, y en los hombros toda la pesadumbre de un régimen cuya mayor crueldad parece que acaba siendo su desoladora duración. Hay vidas que son fulminadas por la saña quirúrgica de los ejecutores: otras, la mayoría, van siendo envilecidas a lo largo de los años por dosis diarias de sumisión y conformidad, se van deteriorando como los edificios mal hechos y los coches viejos que permanecen en uso, se gastan y ensucian como el papel pintado de las habitaciones que nadie cuida. En los malos modos y en la desgana agria de un recepcionista de hotel está resumida la miseria moral que una dictadura alimenta y sobre la que se sostiene. El terror es un desconocido de cara inexpresiva y pálida que maneja una jeringuilla arcaica, un tubo de goma. No es preciso explicar nada, subrayar nada. Entre la gente madura y ya un poco beoda que celebra atolondradamente un cumpleaños un rostro joven permanece ausente, tan aislado en ese interior estrecho de vivienda comunista como en la extensión suburbial de una noche en la que apenas hay luces encendidas y en la que circulan más perros vagabundos que taxis.

"Nunca vamos a hablar de esta noche", dice al final una de las dos amigas. No van a hablar pero tampoco olvidarán nada: cada uno de los detalles que vemos -esa negrura, esos corredores con tubos fluorescentes, la música de esa boda en los salones del hotel, ese guiñapo manchado de sangre en el suelo del cuarto de baño- nos parece que pertenece no al artificio de una película, sino a la memoria de alguien que sigue sin olvidar veinte años después y que se nos ha contagiado gracias al arte del cine, que nunca es más prodigioso que cuando logra dar la impresión de que no existe.

Costumbres perdidas, otra vez valiosas: que se enciendan las luces y uno se quede aturdido, como recién despertado, mirando con sorpresa las caras pálidas a su alrededor; salir a la calle y recibir el aire frío en la cara con la sensación de estar cruzando la frontera en la que termina el influjo magnético de la ficción; estar de vuelta en el mundo real y sin embargo seguir habitando las vidas de esas dos mujeres, en una ciudad casi a oscuras, una noche de hace más de veinte años. Casi no recordábamos que ir al cine nos gustaba tanto. -

Artículo publicado en El Pais:

http://www.elpais.com/articulo/arte/Regreso/cine/elpepuculbab/20080209elpbabart_5/Tes/


miércoles, 13 de febrero de 2008

El Sueño de Cassandra.


En mi opinión no es la mejor película de Woody Allen, pero me parece una obra magnífica. Me gusta Woody Allen cuando se sale de su línea característica y teje un relato impregnado del cine europeo que ha mamado, y de las referencias literarias ("Crimen y castigo"). Es soberbio el retrato de los personajes. A destacar las interpretaciones. Sobre todo la de Colin Farrell (¡ igualito que en "Alejandro Magno"!).

Retrata un hecho escabroso y tremendo sin maniqueismo alguno, pulsando todos los resortes que llevan a una persona a cometer un crimen, y la evolución posterior del remordimiento (segun el caso). En ese aspecto me hace evocar a "No matarás" de Kieslowski, y "Las horas del dia", de Jaime Rosales.

Solo un gran narrador como Woody Allen (o un Spielberg) es capaz de retener una historia tan complicada sin que se le desboque y que no decaiga el ritmo ni el interés.

Se ve con agrado a pesar de la dureza del tema.

Lo peor: el final resuelto atropelladamente.

Semana de Fernando Fernán Gómez


¿Te parece que ha sido representativa la selección de películas de Fernán Gómez?¿ Qué mejorarías para otros ciclos que se proyecten en el Concha Segura?